Hace unos días, acepté la invitación que me hicieron unos amigos para que los acompañara a una de las ferias de nuestra ciudad. Una vez en ella, me llamó la atención la cantidad de cosas disponibles para su venta. Todo tenía su precio, todo se podía comprar, todo se podía vender, todo se podía consumir. Comentando con mis amigos, coincidíamos que esto es una de las características de nuestra sociedad mercantil que no sólo pone precio a los diferentes productos, sino que también está poniendo precio a casi todas las esferas de nuestra vida, haciendo del valor económico uno de los máximos criterios de valoración. Pensando en esto, me acordé de una persona que tiene como lema de vida 'El tiempo es oro'. Con esta frase muestra, al igual que otras personas, como rinde permanentemente su vida a este criterio economicista. Así la 'gratuidad', que es el motor de muchas dimensiones de nuestra vida, se va muriendo porque aparentemente es 'como perder el tiempo'. Muchos de nosotros vemos a diario personas que anhelan hacer cosas que les gustarían, pero no es posible porque no tienen tiempo: la vida en familia, el compartir con los amigos, el ver una puesta de sol, el disfrutar de una buena conversación, leer un libro, regalarse un rato de silencio y reflexión, etc. todo queda postergado porque 'no hay tiempo'. Pareciera que a la vida familiar, la amistad y al desarrollo personal se les ha colocado un precio que, al lado de otros modos de invertir el tiempo, aparecen como muy pocos rentables. De este modo, tales valores van siendo negociados con otros intereses que, si no se nutren de éstos, a largo plazo aparecerán como frustrantes y generadores de insatisfacciones personales y sociales. Entonces, es una gran verdad afirmar que 'todo tiene valor, pero no todo tiene precio'. Sin duda, la gratuidad es gratuita y nos permite gastarnos por aquello que consideramos nuestro bien mayor, por aquello que consideramos valioso, que no tiene precio y que es vivido como un regalo, un don, que tiene la característica de ser gratuito para quien lo entrega o lo acoge, lo valora y lo vive con la sencillez que da un sentido profundo de vida. La gratuidad tiene ese poder transformador que cambia nuestra manera de percibirnos y percibir a los demás, nuestra manera de pensarnos y pensar en los demás, nuestros criterios de valoración.