Nuestro paisaje cordillerano es superlativo. Su belleza es de tal magnitud, que en el resto del mundo nos envidian. Tenemos a la cordillera de Los Andes como ese gran muro que nos distingue, nos da una personalidad diferente y nos ha permitido -en consecuencia- conformar una idiosincrasia muy particular, mezcla de fortaleza y simpatía, de ingenio y capacidad de resistencia autovalente.
Y como si fuera poco, ese tremendo murallón con blancas crestas, nos sirve de punto informativo cardinal que nos permite no perder de vista nuestro horizonte, ni olvidar el camino para construir futuros.
Cordillera que ha sido fuente de inspiración para los artistas plásticos y para los creadores literarios, que rebuscan en la Historia las palabras precisas que permitan describirla en su absoluta magnificencia.
Ha sido límite natural con otras naciones y, a la vez, fuente de unión para avanzar juntos por el crecimiento armónico de la América morena. La cordillera es, en definitiva, el sello de identidad de los nuestros y la escuela majestuosa donde se forja la fortaleza cultural de nuestra gente.
Cada día miramos hacia la cordillera y ya sabemos dónde está nuestro norte y en qué condiciones podremos caminar por la senda cotidiana del progreso. Pero, también lo hacemos con el temor de encontrarnos con el lado oscuro de la belleza, ese que asusta, que nos pone en alerta y que nos hace vibrar de emoción.
Cordillera con más de dos mil volcanes, con nieves eternas y con foresta frondosa y autóctona. Con actividad subterránea frecuente y tormentas eléctricas por sus crestas nevadas; con piedra granito y colorida flora/fauna de especies autóctonas, también de singular belleza.
Y hoy miramos hacia sus cumbres con temor. Controlando sus toses y esperando el estornudo…mirando aquella columna de humo y cenizas que no presagia tranquilidad en semanas o meses. Hoy la miramos con los ojos del miedo y se nos estrecha el corazón, porque sabemos que cuando el volcán ruge, es porque necesita expandir sus fauces.
Tenemos que mantenernos atentos. Pero sin olvidar que estamos junto a unos de los bellos parajes que nos desea mostrar toda su extensión. O sea, atentos, pero con la precaución de los amores con límites. Observar con detalles la otra belleza del volcán, pero sin arriesgarnos a que nos devore en el entusiasmo.
Atentos, prevenidos, protegidos….pero siempre junto a aquella belleza superlativa que nos embruja cada día.
Miguel Ángel San Martín Periodista.