La sombra de Miguel
Por Eugenio Tironi
Al primero que conocí fue a su padre, don Miguel Aylwin Gajardo. Esto sucedió cuando con mi abuelo Diógenes Barrios Gajardo fuimos de visita a la quinta de Nos, sobre la arbolada Avenida Portales, algunos kilómetros al sur de San Bernardo, donde él vivía. Eran primos. Recuerdo haberlos visto caminar por el parque con la sensación que parecían hermanos. Tenían más o menos la misma edad y se habían criado juntos en Putú, en las inmediaciones de Constitución, de donde provenían los Gajardo, donde Miguel había llegado a los cinco años, después de haber quedado huérfano.
De don Miguel se sabe más o menos la historia -al menos en wikipedia se encuentra una reseña. Fue profesor, estudió Historia y luego leyes, y terminó siendo presidente de la Corte Suprema. Diógenes estudió Odontología, y partió a ejercer su profesión literalmente al fin del mundo, a Punta Arenas. Después de muchos años dejó Magallanes para instalarse en su región del Maule como agricultor. Lo perdió todo. Solo le quedó para comprarse una casona en la esquina de Agustinas con Riquelme.
Ocupaba el día en atender a su escasa clientela, en hacer trámites en el centro, en tomar café con sus amigos, y en lo más sagrado de todo: leer el diario. Cuando se construyó la Norte-Sur le expropiaron la casa y se vio obligado a pasar un tiempo en nuestra casa en Ñuñoa, fuera de su hábitat, el centro de Santiago. No obstante, nunca le escuché ni la más mínima queja. Mantuvo siempre el buen humor, que se nutría de una sutil distancia de las cosas. Como diría Javier Marías, había en él un cierto estoicismo, cierto pudor; "un sentido de la elegancia que desaconsejaba alardear de los padecimientos y las persecuciones".
Diógenes fue lo que se podría decir un hombre sin ambición: en eso radicaba su grandeza. A don Miguel no lo conocí, salvo el episodio que relaté, pero me lo imagino parecido a su primo.
A quién si conocí es a Patricio Aylwin. Nunca tuve alguna cercanía hasta el momento de incorporarme a su gobierno, pero estaba en mi radar, tanto por ese vínculo familiar como por el hecho que desde que tuve uso de razón ya era una figura pública de envergadura.
De joven lo veía como lo veía casi todo el mundo: como un político algo gris, dubitativo, negociador, sin el fuego de un Frei Montalva, alejado del espíritu utópico y mesiánico propio de esa época. Eso mismo, quizás, le llevó a ser pieza clave del intento que promovió en cardenal Silva Henríquez para alcanzar un acuerdo que evitara el golpe de Estado, y que fracasó porque el Presidente Allende no pudo imponer su autoridad sobre sus propias fuerzas, dominadas sin contrapeso por las ínfulas revolucionarias.
Más tarde -cuando yo mismo había abandonado tales ínfulas- me lo topé algunas veces en esa magnífica creación de Edgardo Boëninger, que fue el Grupo de los 24. Me pareció verlo apagado, como si se echara la culpa de la tragedia que desencadenó el triunfo de la intransigencia y el dogmatismo.
Volví a toparme con él en 1987, cuando era Presidente de la Democracia Cristiana. Con un grupo de colegas habíamos realizado una serie de estudios de opinión con la asesoría de consultores estadounidenses, de los que se desprendía que el único camino para desprenderse de Pinochet era la participación en el plebiscito de 1988, y que la condición sine qua non para el triunfo era unir a la oposición en una suerte de "concertación por el NO".
Decidimos entonces hacer lobby con los principales líderes políticos para contarles esto. A mí me tocó Aylwin, quien aceptó recibirme seguramente por ese vínculo familiar. Me recibió solo, en el luego famoso edificio de la calle Carmen. Me escuchó respetuosamente, como lo hacía siempre.
En el verano de 1990 me llamó para pedirme que fuera director de DINACOS. Todos mis amigos me recomendaron rechazarlo, pero lo acepté. Trabajé en su gobierno los cuatro años. Me propuse eso, acompañarlo hasta el final, para luego retomar la vida que llevaba antes. Fue ahí que lo conocí en más profundidad y comprendí mejor su filosofía acerca de la vida y la política.
Él era -para usar el término de Albert Hirschman- un "posibilista". Líderes que actúan no en función de dogmas o modelos teóricos, que no pretenden escribir desde una página en blanco, que asumen la historia como una obra provisoria que se construye a pedazos, que cuando se encuentra con una resistencia demasiado grande buscan los puntos débiles que ofrezcan menos oposición, que actúan con sencillez, tacto y humildad, que aceptan los desacuerdos, que promueven el diálogo y los entendimientos; en fin, que se conforman con alcanzar sus objetivos "en la medida de lo posible".
Hirschman lo llama "reverencia por la vida". Yo le llamaría la sombra de los ancestros; de Miguel y Diógenes.
* Sociólogo. Trabajó en la
administración de
Patricio Aylwin.