La Nobel que buscó 21 años en las ruinas de la URSS
A Svetlana Alekiévich le dieron el Nobel de literatura por saber escuchar. Lo suyo es recorrer los escenarios de la gran historia universal para recolectar relatos crudos y bellos. Esta vez, con "El fin del Homo Sovieticus", su último libro, pasó dos décadas registrando las trizaduras de la ex Unión Soviética.
Hace 25 años se disolvió la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Fue un 25 de diciembre de 1991, cuando Mijaíl Gorbachov presentó su dimisión como Presidente de la URSS, declarando el cargo como inexistente y transfirió poderes a Boris Yeltsin, el Presidente de Rusia. Los 69 años de historia de la Unión Soviética se terminaban sin la necesidad de disparar una sola bala.
El HOMO Sovieticus
El resultado es el monumental El fin del "Homo sovieticus" (Acantilado). Tal vez, el libro más ambicioso y desbordante de Aleksiévich. Un volumen de más de 600 páginas, dividido en dos partes: El consuelo del apocalipsis y El encanto del vacío. En ellas, la bielorrusa escucha a sus entrevistados, casi todos unidos por un sentimiento de derrota constante por el fin de la Unión Soviética, por el fin de una cierta pertenencia imperial. También, por el fin de las utopías: tanto el socialismo como el capitalismo no han tenido rostro humano en Rusia.
Sin felicidad
la escritora y periodista Svetlana Aleksiévich recibió el Nobel de Literatura el año 2015.
Los muchachos del zinc
La llegada del último de sus títulos a través del sello Debate de Pinguin Random House, Los muchachos de zinc, cierra una etapa de Aleksiévich. A su monumental investigación en la URSS, Voces de Chernóbil y La guerra no tiene rostro de mujer, suma la brutalidad y el sin sentido de la guerra de Afganistán (1979-1989). Para conseguirlo, usa la misma técnica periodística que la hizo acreedora del Nobel. Aquí lo interesante es que en Kabul, en medio de los soldados soviéticos y niños afganos mutilados, las montañas y el calor de casi 50 grados, algo hizo cortocircuito en la bielorrusa. Algo hizo crac: "He ido al hospital y he dejado un osito de peluche sobre la cama de un niño afgano. Él ha cogido el juguete con los dientes y así, sonriendo, se ha puesto a jugar: le faltaban ambos brazos. 'Tus rusos le han disparado. -Me iban traduciendo lo que decía su madre- ¿Tú tienes algún hijo? ¿Qué es, niño o niña?'". Tiempo después, en una entrevista con el diario El País, profundizó en esa escena: "Cuando yo le pregunté torpemente por qué lo cogía así, la madre, con rabia, apartó la sábana de un tirón y vi que no tenía ni brazos ni piernas. Sentí que me desvanecía y ella me espetó cruelmente: 'Mira lo que han hecho tus soviéticos, como hizo Hitler'. Yo era una sovok (pobre soviético anticuado), como los demás, y sólo me liberé de esa condición en Afganistán", describió la escritora.
Por Javier Correa
No es extraño, viendo las consecuencias inmediatas de la caída del bloque soviético, que el actual Presidente de Rusia Vladímir Putin dijera que la desaparición de la URSS fue "la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX". Lo que vino después configura el paisaje de una pesadilla: la guerra de Chechenia, las guerras civiles entre ex repúblicas soviéticas, la hostilidad contra los rusos, el terrorismo, las privatizaciones, nuevas dictaduras, la pobreza extrema y la perplejidad ante la democracia y el capitalismo. La extrañeza de vivir en un país desconocido.
Entre 1991 y 2012, la ganadora del último Premio Nobel de Literatura, Svetlana Aleksiévich (Stanislav, 1948), fue a la caza de esas historias y dio con los relatos de centenares de personas que padecieron la dureza de la Unión Soviética y las consecuencias de su disolución. El coro polifónico de voces dice más o menos así:
"Todavía hoy siento un enorme placer al escribir el acrónimo URSS. Ése era mi país, mientras que ahora vivo en un país que me resulta ajeno. Un país en el que me siento extranjera."
"El problema es que tenemos mentalidad de esclavos. En el fondo de nuestras pequeñas almas, no somos más que esclavos."
"La abuela decía: 'Se marcharon los comunistas y llegaron los especuladores'. Mamá mostraba su desacuerdo. Ella creía que tendríamos una vida más justa y hermosa, y acudía a todas las manifestaciones, se aprendía de memoria los discursos de Yeltsin. Pero la abuela no daba su brazo a torcer: 'Cambiaron el socialismo por unos plátanos y unos chicles'. Las discusiones entre ambas comenzaban a primera hora del día, cesaban cuando mamá se iba al trabajo, y se reanudaban por las noches."
"Después nos dimos cuenta de que todos aquellos paladines de la democracia también querían darse la buena vida. Y vimos que muy pronto se olvidaron de nosotros. El hombre no es más que polvo, un grano de polvo… Y entonces todos se volvieron de nuevo hacia los comunistas… Aquí nadie tenía millones cuando gobernaban los comunistas, pero todos teníamos un poquito y ese poquito nos bastaba. Y todos nos sentíamos igualmente dignos."
Es, finalmente, una galería de la derrota por la que pasan las purgas estalinistas, los gulags, la invasión de los nazis, la pobreza extrema, la guerra de Afganistán, la Perestroika y el intento de golpe de Estado de 1991. "Más que un complejo imperial es un trauma psicológico. De nuevo todo nos ha salido mal. Hay mucho odio y negativismo acumulado. El ánimo es pre revolucionario. Lamentablemente, parece que los cambios sólo pueden llegar a través de una revolución", ha profundizado Aleksiévich.
El trabajo de la periodista y escritora está cruzado por una búsqueda por minimizar la grandilocuencia de la historia, su exaltación de los procesos y la poca empatía (del gran relato) con el ser humano. En el breve prólogo da más pistas sobre su trabajo: "Yo escribo, reúno las briznas, las migas de la historia del socialismo 'doméstico', del socialismo 'interior'. Estudio el modo en que consiguió habitar en el espíritu de la gente. Siempre me ha atraído ese espacio minúsculo, el espacio que ocupa un solo ser humano, uno solo. Porque, en verdad, es ahí donde ocurre todo (…) A la historia sólo parecen preocuparle los hechos, las emociones quedan siempre marginadas, no se les suele dar cabida en la historia. Pero yo observo el mundo con ojos de escritora, no de historiadora. Y siento una gran fascinación por el ser humano".
Llama la atención las agudas formas y escenarios donde consigue a sus entrevistados. Todas distintas, azarosas, detectivescas y con sentido: desde mítines de nostálgicos de la URSS y Stalin o reuniones familiares que coinciden con fechas emblemáticas, pasando por aldeas perdidas, hasta un bar o simplemente la calle.
También, la diversidad y transversalidad de sus voces: escritoras, músicas, campesinas, topógrafos, madres nostálgicas del comunismo enfrentadas a hijos que se enriquecen con el capitalismo, arquitectos, refugiados, un grupo de migrantes rusos en Chicago, generales, soldados, funcionarios del Partido Comunista o gente que pasó por los gulags y se siguieron sintiendo soviéticos, comunistas, orgullosos de la bandera roja de la URSS. Así, El fin del "Homo sovieticus" funciona como un gigantesco fresco de la caída de la Unión Soviética, pero también del alma rusa y sus motivaciones.
Voz a voz, El fin del "Homo sovieticus" reconstruye los escombros de la Unión Soviética y el paso del socialismo al capitalismo, aunque también traza líneas sobre el presente y futuro de Rusia y las ex repúblicas soviéticas. En el segundo capítulo del volumen, que comprende desde 2002 a 2012, perfila la nostalgia por la URSS, los rasgos estalinistas de Putin, la dictadura de Lukashenko en Bielorrusia, el polvorín de los ex territorios soviéticos y los refugiados.
La tristeza y la desesperanza se mantienen. No hay épica, menos una visión en común. Las voces que recoge Aleksiévich parecen proyectar al futuro de Rusia el temple catastrófico y trágico de la Unión Soviética. Ante todo, son voces moldeadas bajo el sufrimiento:
"El hombre no ha sido hecho para la felicidad, sino para la guerra, el frío, el infortunio. Yo no me he topado en la vida con una sola persona feliz, salvo que cuente también a mi hija de tres meses… Los rusos no cuentan con vivir una vida feliz".
"Los bielorrusos solemos avergonzarnos de que los ucranianos tuvieran su Maidán y los georgianos su 'revolución de las rosas', mientras que a nosotros se nos trata con desdén sosteniendo que Minsk es la última capital del comunismo y Bielorrusia la única dictadura de Europa. Pero desde aquella jornada en que fuimos capaces de salir a manifestarnos en las calles, ese sentimiento me resulta ajeno. Por una vez, no tuvimos miedo… Y eso fue importante… Fue lo más importante".
"Los años de Putin han sido sombríos, grises, brutales, con aires de la vieja Cheká, glamurosos, sólidos, imperiales, ortodoxos…"
"¡Odio a los chechenos! Si no fuera por nosotros, los rusos, todavía vivirían en cuevas y andarían dando saltos por las montañas. ¡Y a los periodistas que apoyan a los chechenos los odio todavía más! ¡Liberales asquerosos! (Me lanza una mirada cargada de odio, mientras tomo notas)".
Aleksiévich, tan literaria como política, entrega con El fin del "Homo sovieticus" una novela de voces robusta e ineludible que escarba en la costra de una sociedad fracasada, de un país inexistente. Que se mueve entre fantasmas y el dolor como una forma de vida. Lo cierto es que, en esas voces, están las más profundas motivaciones de la condición humana. Desnudas. Siempre atroces.
"Siento un enorme placer al escribir el acrónimo URSS. Ése era mi país (...) ahora vivo en un país que me resulta ajeno".
eFE/ULF MAUDER