A los críticos del plan laboral de la dictadura no sorprende la larga y destemplada discusión, especialmente de parte del gran empresariado, del proyecto de reforma laboral del Poder Ejecutivo, ni tampoco su finalización, mediante la aprobación de un veto presidencial realmente mezquino. Aun considerando un Programa de Gobierno intencionalmente difuso en lo laboral, avergüenza la contradicción evidente entre la grandilocuencia del nombre y los enunciados del mensaje, con los contenidos específicos del proyecto.
Una modernización de las relaciones colectivas de trabajo solo podía implicar cambios estructurales al sistema vigente, adecuándolo a los Tratados de Derechos Fundamentales ratificados, saldando la antigua deuda del Estado con la comunidad internacional y los trabajadores del país. Se trata del respeto íntegro -no gradual- de derechos, como la autonomía de los sindicatos para fijar sus estrategias de acción, incluido el nivel de negociación; un amplio derecho de negociación colectiva y un efectivo derecho de huelga. Nada de ello se recogía en los contenidos del proyecto, el cual, junto a discutibles avances en el ámbito sindical, neutralizados por concepciones negativas del conflicto laboral, realizaba significativas concesiones al empresariado, como los pactos de adaptabilidad. Lo anterior se agravó durante la tramitación parlamentaria y más aún con el ideológico fallo del Tribunal Constitucional.
Quienes ilusamente pensaron que con el posterior veto presidencial podía mejorarse tan nefasto resultado, sufren nuevas frustraciones. La decisión de un veto, adecuada a mi juicio, ante la alternativa -forzada por plazos constitucionales- de tener que promulgar el proyecto aprobado por el Congreso sin los artículos cuestionados por el TC, si bien con gran cuidado de no tocar el precario acuerdo político del bloque oficialista, especialmente en el Senado, podría explicar lo mezquino del mismo. Este no toca concesiones como la híperregulación de la huelga a fin de permitir el reemplazo indirecto o con el reconocimiento de este derecho fundamental solo en la negociación colectiva en la empresa negándolo a amplios sectores laborales, el alza de quórums para sindicalizarse en las pymes, excluyendo, en los hechos, del derecho a negociar a cerca de un 60% de los trabajadores, por ejemplo.
De seguro, por falta de voluntad política, problemas de tal magnitud no se iban a arreglar con una ley corta. A lo más, esta hubiese corregido importantes incongruencias de técnica legislativa presentes en la nueva ley y que ahora deberán salvar los Tribunales. Si ya el proyecto contenía una excesiva judicialización, como lo representó oportunamente la Corte Suprema, ahora les tocará también esta tarea, de gran trascendencia para las relaciones laborales, haciéndolos responsables de problemas político-sociales cuya solución corresponde a otros actores en una sociedad democrática.
Por María Ester Feres, Académica de la Facultad de Economía, Universidad Central.