Philip Roth: ¿Cómo llegaste a escribir ese libro?
Acá la respuesta a todos quienes le preguntaron en vida, al escritor Philip Roth, cómo había construído"El Mal de Portnoy", su libro más polémico. En "Lecturas de mí mismo" el escritor fallecido esta semana aclara toda duda.
nadie como roth escarbó antes tan profundamente en las penumbras de la sexualidad y en la intimidad de los habitantes de norteamérica.
El mal de Portnoy se formó a partir del naufragio de cuatro proyectos abandonados a los que había dedicado un considerable esfuerzo, desperdiciado, me parecía entonces, entre los años 1962-1967. Solo ahora veo que cada uno de ellos era una especie de bloque de construcción de lo que había de venir, y los abandoné uno tras otro debido a que realzaban, hasta excluir todo lo demás, lo que acabaría por convertirse en un fuerte elemento de El mal de Portnoy, pero que en sí mismo era menos que la totalidad del relato. Cierto que en aquel entonces no sabía por qué estaba tan insatisfecho con los resultados que obtenía.
El primer proyecto, iniciado poco después de la publicación de Deudas y dolores, era un manuscrito fantasioso y cómico de unas doscientas páginas titulado El muchacho judío, que trataba de la circunstancia de crecer en Newark como un asunto casi de folclore. Este borrador tendía a cubrir con una pátina de inventiva «encantadora» todo aquello que me resultaba realmente problemático y, como en ciertos tipos de sueños y relatos populares, daba a entender mucho más de lo que yo sabía examinar o confrontar en una narración. Sin embargo, había cosas que me gustaban y, cuando abandoné el libro, detestaba perder: la crudeza gráfica con que presentaba a los personajes y que estaba en consonancia con mis recuerdos de la infancia; la comedia y los diálogos jocosos que tenían el aire de números de vodevil y unas pocas escenas a las que tenía un cariño especial, como la apoteosis en la que el protagonista, un huérfano dickensiano (a quien encontró, metido en una caja de zapatos, un viejo mohel que lo circuncidó allí mismo, en una escena que ponía los pelos de punta) se fuga del domicilio de sus afectuosos padres adoptivos a los doce años y, con unos patines de cuchilla, parte a través del helado lago de Newark en pos de una rubita gentil cuyo nombre cree él que es Thereal McCoy. «¡No lo hagas!», le grita su padre, que es taxista (taxista porque los padres que conocía invariablemente habían gritado desde detrás del volante en uno u otro momento de exasperación: «¡Eso es lo único que soy para esta familia… un taxista!»). «Ten cuidado, hijo -le grita su padre-. ¡Estás patinando sobre delgado hielo!». A lo que el hijo rebelde y aventurero empeñado en perseguir a la deseable exótica replica: «Qué tonto eres, papá, eso es solo una expresión», ya, como se ve, especializado en lengua inglesa. «Es solo una expresión», aunque el hielo empieza a crujir y ceder bajo sus cuarenta y tantos kilos.
El segundo proyecto abandonado fue una obra de teatro titulada El buen muchacho judío. Insistía en la familia judía, su hijo y la chica gentil de este, a su manera una Abie's Irish Rose menos consoladora y más agresiva. Finalmente, en 1964, en el American Place Theatre, se leyó un borrador de la obra como un ejercicio de taller teatral, con Dustin Hoffman, que entonces era un actor de teatro experimental, al margen de las producciones de Broadway, en el papel principal. El problema estribaba en que las convenciones dramáticas realistas que había adoptado sin pensarlo demasiado (y de una manera estricta) no me proporcionaban el espacio que necesitaba para acceder a la vida secreta del personaje. Mi desconocimiento de la forma y mi timidez en su manejo, así como el mismo esfuerzo de colaboración, inhibían mi propia visión de las cosas y la volvían convencional, por lo que, después de la lectura, y en vez de proceder a la producción de la obra, decidí cortar por lo sano. Una vez más lo hice no sin cierta tristeza. La superficie de la obra (lo que el padre le decía a la madre, lo que ella le decía al hijo y este a la chica gentil) me parecía exacto y divertido. Sin embargo, la empresa carecía de la aptitud inventiva y la exuberancia sentimental que le habían dado a El muchacho judío la calidad que tenía, fuera la que fuese.
Así pues, la lucha que estaba en el origen de las dificultades de Alexander Portnoy y que motivaba su queja se encontraba todavía tan descentrada en aquellos primeros años de trabajo que todo lo que yo podía hacer era recapitular técnicamente el problema del personaje, contando primero el lado soñador y fantástico del relato y luego escribiéndolo en unos términos más convencionales y con unos medios relativamente mesurados. Hasta que encontré, en la persona de un hombre que tiene conflictos y se somete al psicoanálisis, la voz que podía hablar tanto por el «muchacho judío» (con todo lo que estas palabras significan tanto para un judío como para un gentil acerca de la agresión, el apetito y la marginalidad) y al «buen muchacho judío» (y lo que implica ese epíteto acerca de la represión, la respetabilidad y la aceptación social) no pude completar una narración que era la expresión, en vez de un síntoma, del dilema en que se encuentra el personaje.
Mientras hacía frustradas incursiones en lo que años después surgiría como El mal de Portnoy, también escribía con intermitencias imprecisos borradores de una novela que tenía diversos títulos, según iban variando el tema y las prioridades: Time Away, In the Middle of America y Saint Lucy, y que se publicó en 1967 como Cuando ella era buena. Este continuo vaivén de un proyecto parcialmente realizado a otro es bastante característico de la evolución de mi obra y la manera en que me enfrento a la frustración y la incertidumbre literarias, y me sirve como un medio tanto para refrenar la «inspiración» como para entregarme a ella. Un aspecto de la idea es mantener vivas narraciones que extraen su energía de distintas fuentes, de modo que cuando las circunstancias se combinan para despertar a una u otra de las bestias dormidas, tiene a su alcance una res muerta de la que puede alimentarse.
A mediados de 1966, tras completar el manuscrito de Cuando ella era buena, casi de inmediato me puse a escribir un monólogo bastante largo, al lado del cual las fétidas indiscreciones de El mal de Portnoy parecerían obra de Louisa May Alcott. No tenía la menor idea de adónde iba, y sería más acertado decir de mi actividad que jugaba (en el fango, si queréis) en vez de que escribía o «experimentaba», ese comodín tan utilizado con sus halagadoras implicaciones de valiente pionero y desinteresado abandono de uno mismo.
Pronunciaba ese diálogo uno de aquellos conferenciantes que solían visitar escuelas, iglesias y grupos sociales y mostraban diapositivas de maravillas naturales. Mi proyección de diapositivas, efectuada en la oscuridad y con un puntero, y acompañada por continuos comentarios, que incluían anécdotas cómicas e ilustrativas, consistía en ampliaciones a color de partes pudendas, delanteras y traseras, de los famosos. Actores y actrices, por supuesto, pero sobre todo, puesto que la finalidad era educativa, distinguidos autores, estadistas, científicos, etc. Era blasfemo, mezquino, estrafalario, escatológico, carente de gusto, vehemente y, creo que en gran medida por timidez, no lo finalicé… pero enterradas en las sesenta o setenta páginas había varios millares de palabras sobre el tema de la masturbación adolescente, un interludio personal del conferenciante, que al releerlo me pareció divertido y veraz y digno de que lo salvara, aunque solo fuese porque era el único texto prolongado sobre el tema que recordaba haber leído en una narración.
No es que en aquel entonces hubiera podido escribir adrede sobre la masturbación y conseguir algo tan marcadamente íntimo. Más bien se diría que necesité todo ese desenfreno y jocosa rudeza, el júbilo, que es como yo lo experimenté, para abordar el tema. Saber que lo que escribía acerca de los testículos del presidente Johnson, el ano de Jean Genet, el pene de Mickey Mantle, los senos de Margaret Mead y el vello púbico de Elizabeth Taylor era impublicable (la francachela de un escritor que sería mejor que no viera la luz del día) era precisamente lo que me permitía bajar la guardia y escribir con cierta extensión sobre la actividad solitaria de la que es tan difícil hablar y que sin embargo está tan a mano. Escribir acerca del acto había sido para mí, por lo menos al principio, tan secreto como el mismo acto.
Más o menos conjuntamente con este ejercicio de voyerismo sin título, que pretendía ampliar y examinar en una pantalla iluminada las partes pudendas del prójimo, empecé a escribir un relato con un fuerte componente autobiográfico basado en mi propia educación en Nueva Jersey. A falta de algo más inspirado, tan solo como una especie de título genérico, denominé el primer borrador de varios centenares de páginas Retrato del artista. Pensaba que si me ceñía a los hechos y reducía la brecha entre lo real y lo inventado, podría conseguir un relato que reflejaría el carácter distintivo judío de mi procedencia. Pero cuanto más me ceñía a la realidad y lo estrictamente autobiográfico, tanto menos resonante y reveladora resultaba la narración.
"El mal de Portnoy se formó a partir del naufragio de cuatro proyectos a los que había dedicado un considerable esfuerzo"
AP Photo/Richard Drew
"Escribí un monólogo bastante largo, al lado del cual las fétidas indiscreciones de El mal de Portnoy parecerían obra de May Alcott".
"Era blasfemo, mezquino, estrafalario, escatológico, carente de gus-to, vehemente y, creo que en gran medida por timidez, no lo finalicé… ".