Vienesas con tomate
Adelanto del libro "La casa del Espía" Por Luis López-Aliaga
3
Las cajas, arrimadas en tres hileras contra la pared, contenían la última exportación de Corea, unos falsos espejos que pensaba se podían vender también como juguetes para Navidad. Mala idea. Ya habían pasado dos navidades, se había desecho apenas de dos cajas y no había conseguido más interesados que unos ambulantes del Paseo Ahumada. Había sido una jugada contraintuitiva que le costó incluso una pelea con su amigo Nieto: en medio de lo que hasta ese momento era la peor crisis de su negocio, importó los espejos, contrató al Duque Chico para un trabajo que podía haber hecho él mismo y viajó a Buenos Aires para visitar a su amiga Daniela. Ahora las cajas con los espejos hacían las veces de armario en el que Paravic colocó, meticulosamente doblados, los pantalones, las camisas, los calzoncillos y, sobre la última fila hacia la pared, los chalecos. Los trajes y el impermeable los colgó en el tubo de la cortina del baño, y cada vez que se duchaba debía llevarlos a la oficina. Las cajas le llegaban a la altura de la cintura, lo que hacía fácil maniobrar la ropa que iba eligiendo exclusivamente de arriba hacia abajo para no desordenar los montones. Había colocado los zapatos, seis pares, unos al lado de los otros bajo el sofá-cama. En la pared opuesta había colgado el afiche de James Bond, con Roger Moore al centro, de negro, en medio de autos descapotables, chicas en bikini, lanchas de lujo.
Como ya no quería gastar más en comer afuera, esa tarde decidió comprar en el persa Bío Bío una cocinilla con dos quemadores e instalarla junto al escritorio. No sabía cuánto se podía demorar María del Pilar en perdonarlo, pero sabía que esta vez debía tener más paciencia de lo habitual.
Trató de encender el fuego, pero al parecer el gas no llegaba a los quemadores. Giró la manguerita adherida a la válvula del balón de cinco kilos y la introdujo un poco más en la boquilla. Finalmente logró encender el fuego y poner a calentar sobre la sartén unas vienesas que pensaba acompañar con el tomate que compró en el almacén de la esquina. Entonces sonó la reja del local. Pensó que la cliente del colegio había vuelto a la carga y, pese a que sabía que ella tenía razón en sus reclamos, sintió una rabia instantánea, visceral, como si en ella se resumiera toda la confabulación del destino en su contra.
Salió hacia la parte de adelante, giró la placa que vista desde adentro decía "abierto" y, al tirar la puerta de vidrio, se encontró de frente con un hombre de rostro pálido, los ojos café oscuros, pequeños, con bolsas en la parte inferior, apoyado sobre dos muletas de metal.
-¿Bruno Paravic? -preguntó.
Bruno asintió, mudo. Estaba obnubilado por el Lexus del año que, a espaldas del tipo, permanecía arrimado a la vereda. Un hombre de pelo corto, con una corbata roja, se asomaba por la ventana.
-Soy Gerardo Rojas -le dijo el tipo e hizo un gesto raro, como si trastabillara, para lograr estirarle la mano derecha sin soltar la muleta.
Cuando escuchó el nombre, Bruno se puso en alerta. Lo había visto hacía poco en televisión, en un programa de entrevistas en el que se hablaba de la infancia del entrevistado, siempre un personaje notable, Javier Miranda, Pablo Huneeus, Mercedes Ducci, Andrés Zaldívar. Recordaba la intervención de Rojas por la anécdota en el Liceo de Hombres de San Bernardo, donde contó que sus compañeros le sacaban el jockey y lo usaban de bacinica, para hacer pichí.
Ahora Rojas estaba ahí, con el pelo negro bien peinado hacia la izquierda, vestido con buzo y zapatillas que parecían nuevas, descansando sobre unas muletas que lo hacían parecer un espantapájaros o un crucificado. No lo miraba a los ojos, miraba como al vacío, a sus espaldas, persistentemente. Entonces dijo:
-Fuego.
Lo dijo en un tono neutro, impasible, como una reflexión. Paravic arrugó la frente, dudó un momento y, finalmente, cuando escuchó el crepitar a sus espaldas, se giró para ver lo que veía el empresario: su rostro se le iluminó con las llamas que salían desde la parte trasera del local.
4
Mojado de pies a cabeza, con la corbata roja en la mano, Marcelo Moraga Villagra permanecía abstraído en un peluche que había en la vitrina interior de La mansión del espía. Con el pelo muy corto, perfectamente afeitado, Moraga conservaba, pese a todo, la actitud marcial de quien acaba de cumplir un servicio a la patria. Durante casi diez años perteneció a la 21a Compañía de Bomberos de Renca, hasta que hacía dos años había entrado a trabajar como chofer de Gerardo Rojas y desde entonces perdió todo interés por el fuego. De todos modos, con el instinto acerado por los años de servicio, reaccionó rápido al ver desde el auto las llamas. Dejó el Lexus pegado a la vereda, entró al local, dio instrucciones a su jefe y a Paravic para que se alejaran y él mismo llamó a la Bomba España, la compañía más cercana.
Rojas, por supuesto, no le hizo caso. En vez de alejarse del fuego, llegó hasta la puerta misma de la oficina y, con la muleta derecha, fue indicando los lugares que creía debían ser atacados con prontitud. Resignado, Moraga se sacó la corbata, se remangó la camisa y obedeció a su jefe. El fuego se había focalizado en torno a la cocinilla, había escalado hasta el techo y, asomado por la puerta, dificultaba la entrada a la habitación. La envergadura física de Paravic le impedía ingresar, por lo que se limitó a gritarle a Moraga que tirara las cosas hacia la habitación de adelante. Moraga descubrió rápido que la cocinilla seguía expulsando gas por la conexión mal hecha de la manguera. Con un mango extensible de fierro que encontró sobre las cajas consiguió cortar el paso y controlar el fuego. Se había quemado el escritorio casi por completo, incluyendo el monitor de las cámaras de seguridad, además de un esquinero donde Paravic guardaba la papelería contable. La alfombra sintética había desaparecido casi sin dejar rastros y en el techo había quedado estampado un círculo de hollín negro. Cuando llegaron los bomberos se encontraron solo con rastros de lo ocurrido, aunque de todos modos entraron tirando agua a diestra y siniestra, y un chorro le llegó a Moraga por la espalda.
Ahora los bomberos removían con chuzos los muebles convertidos en brasas, lo remataban con más agua y dejaban en el aire un fuerte olor a azumagado. Moraga, por su parte, se había desentendido del asunto y, en la parte de adelante, miraba el peluche mientras balanceaba la corbata en la mano. Unos pasos más atrás, cerca de la cortina, Gerardo Rojas esperaba junto a Bruno Paravic que los bomberos salieran de la pieza interior.
-Para Heráclito el fuego es el arjé... -comentó Rojas, con una de las muletas apoyada sobre una poza de agua.
Paravic lo miró sin entender. Estaba aún exaltado, tratando de asimilar el momento. Le parecía una coyuntura bisagra, una de esas circunstancias en la que confluían fuerzas misteriosas que podían cambiar la vida para bien o para mal. Había perdido casi toda su ropa, pero se salvaron los trajes, el impermeable y el piyama gracias a que estaban en el baño; el afiche de James Bond, de manera inexplicable, salvó ileso. Todas señales que debía descifrar, pero sobre todo una: tenía al frente a un cliente de alta gama que, pese a sus dificultades para desplazarse, se había tomado la molestia de ayudarlo a sofocar el incendio y de esperar a que todo pasara. Porque eso era, un cliente, no había otra razón por la que Rojas pudiera estar ahí, aunque no haya tenido tiempo aún de explicarle.-Escúchame -le dijo Bruno, impaciente-, siéntate y escúchame.