Una y mil batallas
Pareciera mentira que en pleno siglo XXI haya peligros por la explosión de una guerra, pero así es, en los últimos días de forma más intensa, aunque la situación se venía fraguando desde antes, se anuncia un enfrentamiento entre dos países vecinos en plena Europa, Rusia y Ucrania. Después de todo lo vivido como humanidad, con dos guerras mundiales a la espalda, con el horror de sobra conocido por todos, por regímenes que mataron a causa de raza, religión o cultura, y seguimos igual.
Hace un par de domingo escuchábamos como en el Evangelio, aparecía reflejada una vivencia de Jesús entre sus vecinos y parientes, en su propio pueblo. Leía en las Escrituras en la sinagoga, a través de unas palabras de Isaías, que está llamado a ser quien anuncie el año de gracia, a devolver la vista, la libertad… todo lo que el corazón humano puede ansiar. Pero los suyos no le reconocieron, no podían aceptar que uno de los suyos fuera el Mesías esperado, sabían quiénes eran sus padres y familiares, lo conocían desde cabro chico, como diríamos coloquialmente. Pero ahí se refleja ya la raíz del problema que vivimos.
No aceptamos que Dios ame a todos por igual, que haga salir el sol sobre buenos y malos, si Dios es el amor perfecto no puede hacer otra cosa que amar, amar al que es víctima y la justicia, por supuesto, pero también al que lo dañó, porque siempre tendrá la esperanza de que cambie de vida y que llegue a la plenitud a la que está llamado.
Nos hemos acomodado a una imagen de Dios que nos ama porque somos buenos, pero no es más que una imagen que nos deja tranquilos, que repare nuestra sed de venganza, nuestras heridas. Lo cierto es que nada alivia nuestro dolor el hecho de que el que nos hirió sufra, no sacamos nada, en conclusión, con que la otra persona pase por el mismo dolor. Sólo nos da la paz, el perdón, y el mirar a los ojos del que tenemos enfrente y reconocer que es una persona igual a mí.
Para los que no sean creyentes, este punto de reflexión seguramente no les diga nada, pero hablemos entonces de derechos humanos, de humanidad. Aprobamos sin lugar a dudas que todos somos sujetos de los mismos derechos y deberes, que todo ser humano tiene un valor indiscutible por el hecho de serlo; no hay categorías ni clases… al menos para la inmensa mayoría, para los hombres y mujeres de buena voluntad.
Tenemos por tanto una base común que cada uno podremos intuir desde nuestra formación, cultura, credo, experiencia de vida. Pero la realidad es que luchamos y competimos desde lo más básico. A los niños en las escuelas se les anima para que sean los que sobresalgan en tal deporte, en esta otra actividad, que sea al que más se le vea en la foto o en la actuación de fin de curso. A los adolescentes les exigimos que, para realizar su vocación de médicos o profesores o técnicos, requieren tal puntaje, ya no depende de su llamada a ser o desarrollarse en tal o cual ámbito, priman unas reglas del juego que nada tienen que ver con lo que nace del corazón.
Y así podemos seguir, y cuando llegamos al campo laboral o profesional, la lucha se vuelve encarnizada. Hemos creado un mundo en constante violencia y conflicto, y la raíz está anidada en lo más hondo del corazón del ser humano. Así pues, aunque transcurran otros veinte siglos más, si no somos capaces de cambiar por dentro, habrá más anuncios de guerras y batallas. Pero siempre estaremos a tiempo de recordar las palabras de ese gran hombre en su tierra natal, entre los que le vieron crecer, que nos seguirá recordando que el camino a ser más y mejor, es el que transcurre hasta un corazón que sólo sabe de amor.
En defensa del optimismo
Supongamos que existe una pandemia que pareciera eterna, supongamos que no basta el humor en la soledad de la pantalla que nos entretiene a punta de ¨Reels¨ en Instagram. Supongamos que la filosofía barata de las redes sociales, reemplaza a una terapia personalizada y que nos damos cuenta de ¨lo felices que éramos y no lo sabíamos¨ que durante el encierro, nos dimos cuenta que nuestras casas no las habíamos comprado para vivir, sino para dormir. Que la clase media era una mentira, que solo existía una clase sumamente endeudada y que la salud mental no estaba en la canasta básica del gobierno. Más aun, ni siquiera sabíamos que estábamos enfermos y no de Covid, precisamente
En la era del blanco y negro, hemos naturalizado prácticamente todo, el positivismo y el negativismo, que actúan como comandos únicos, como verdades absolutas dando paso por supuesto a una cultura polarizada, donde ser realista es una falta de respeto a la maquillada felicidad que nos venden los gurús de turno. Pareciera que estar triste fuese un delito y ese gran trozo de realidad que nos gobierna se diluyera en pequeños hilos evaporados, frente al presente inflado y gordo, a la inmediatez y los cambios instantáneos, pareciera que corremos detrás del conejo histérico de Lewis Carroll, agotando todas las posibilidades de pensar en un futuro próximo porque no hay tiempo, y por supuesto, desechando el pasado, hacer como que no le hemos visto. Dejar a los demás que realicen los cambios que debemos hacer frente a la crisis climática y medioambiental, esperando con falsa esperanza que encuentren vida en un lejano planeta y nos lleven a vivir allí como en Interestelar de Christopher Nolan.
En Defensa del Optimismo es un ensayo psicológico, social, político y profundamente humano, es esto último le hace tan cercano a algunos sociólogos italianos como, Eco, Zoja y Riccardi. ¿Pero, qué es lo que realmente hilvana a estos hombres? Simple, la interrogación constante, la reflexión y el sentido de realidad. Investigar la psiquis y el comportamiento humano frente a diversas situaciones, revelar la dura historia que cargamos en nuestra información genética y que nadie nos avisó de ello. Resignificar lo que nos pasa a medida que crecemos (y no me refiero a edad) sino mas bien al estado de madurez que cada uno posee.
Esta carta de navegación, que bien puesto lleva ese título, no es una receta y lo marco con destacador, si usted, lector, vino por una receta para ser feliz a corto plazo, se equivocó de libro, este ensayo corresponde a una dosis alta de realidad, a las certezas que tenemos hasta hoy y las dudas acumuladas por años. Ahora bien, esta alta dosis de realidad como dije anteriormente viene acompañada de respuestas y ejemplos, de una riquísima intertextualidad, propia de un lingüista, y de la esperanza que aguarda en el corazón de un artista. El siglo XXI no llegó el año 2000, dice Rojas-May, quebrando la idea autómata del tiempo, haciéndole relativo y manifestando que una era comienza o termina con una situación determinada, en la cual, todos los habitantes del planeta sufren las consecuencias. En este caso, la pandemia, las crisis sociales, medioambientales y culturales, la masificación de la tecnología y sus alcances en lo cotidiano, solo por nombrar algunos.
A lo largo de este ensayo, vamos descubriendo capítulos que sustanciosamente nos invitan a replantear nuestras conductas y evitar la candidez y liviandad de nuestros pensamientos. Nos invita a subirnos a un barco y navegar por paisajes ignotos, donde los tripulantes, es decir, nosotros, deberemos sortear el vaivén y la tormenta, los días claros en un océano del cual tendremos que elegir, si continuamos hacia la orilla o damos vuelta el timón hacia el puerto de donde desembarcamos con esperanza.
El optimismo realista al que se refiere el autor es una elocuente manifestación de la razón mas que a la emoción. Mantener una actitud reflexiva para superar las tormentas o iceberg en este océano no siempre hostil o complaciente. Tener un plan de acción y olvidarnos de la inmediatez, perseverar hasta llegar a puerto, sin perder de vista a las estrellas, sin olvidar de dónde venimos, de cuantos paradigmas hemos derribado solo para estar aquí, en este momento precioso de nuestras vidas y poder mirar al futuro con real optimismo.
Hna. Marta García Gómez Religiosa dominica
Laura Daza Escritora