Uno de los fenómenos más dignos de análisis, de todos los ocurridos por estos días, lo constituye la amplia aprobación inicial a la iniciativa de autorizar un quinto retiro de los fondos previsionales.
Hasta poco antes de las últimas elecciones el fenómeno podía atribuirse al anhelo de los diputados, y los senadores, por reelegirse. Como sugeriría la escuela de la elección pública, no debe sorprender que los parlamentarios, llegado el caso, se sirvan del dinero de los ciudadanos para promover su propia reelección.
Pero una vez reelectos ¿qué podría explicar este empeño por promover un quinto retiro cuando todos saben, o debieran saber, que eso acabará dañando el bienestar social?
Si se descuenta la ignorancia supina (es decir, la idea que los parlamentarios simplemente no saben o no logran comprender cómo un retiro adicional daña la economía) no cabe más que buscar explicaciones a este fenómeno en alguna dimensión de la vida social distinta a la de la racionalidad puramente económica.
¿Cuál sería ella?
Una explicación posible es que en la cultura del Congreso -lo que pudiera llamarse con algo de exageración, su ethos- se ha producido un cambio silencioso pero radical. Ese cambio consistiría en que los parlamentarios ya no se ven así mismos como partes de un proyecto ideológico o de un programa de políticas públicas cuyo sentido final deben servir, y a cuya consecución deben subordinar sus propias decisiones. Esa concepción del trabajo legislativo que se consolidó durante la transición habría sido sustituida por la idea que ser parlamentario consiste en ser mandatario de los intereses inmediatos del electorado que, de otra forma, los abuchea, los insulta o los degrada en las redes o en la calle. Ser político no consistiría así en tener ideas que modelen o conduzcan las expectativas de las personas, sino en tener la sagacidad para adivinar esas expectativas y seguirlas o amplificarlas cuidando -hasta el escrúpulo - no denunciarlas como inconvenientes, dañinas o irracionales.
Es difícil exagerar cuán dañino para el bienestar social puede resultar esa forma de concebir el trabajo del político parlamentario.
El bienestar social exige adoptar medidas que, desde el punto de vista de los intereses inmediatos de los ciudadanos puedan resultar lesivas o insatisfactorias; pero que, en el mediano plazo, sean el único camino razonable para incrementarlo. Por eso el político de veras (es decir, aquel que no concibe su trabajo como el de simplemente transportar los intereses de su electorado abogando por ellos) suele persuadir a la ciudadanía, orientar sus expectativas o llegado el caso moderarlas o contenerlas según lo exija el horizonte de largo plazo que su programa o ideología le indique.
Pero si el político se deja atrapar por los intereses inmediatos; si para él el tiempo pierde todas sus dimensiones, salvo la del presente; si las ideas generales que deben orientar la vida colectiva desaparecen, entonces es la política la que también arriesga su existencia para tarde o temprano ser sustituida por la mera agregación de intereses. Porque suele olvidarse que la diferencia que media entre el mercado y la política deriva del hecho que en el primero los intereses se agregan o suman, en tanto que en la segunda se deliberan a la luz de un cierto horizonte de ideas en las que se cree.
La semilla de esa forma de concebir la política -suele olvidarse- la plantó la derecha mediante Joaquín Lavín quien persuadió a todos que la política consistía en atender a las necesidades de la gente (entendiendo por tales lo que la gente apetece sin pensar las ulteriores consecuencias) para lo cual debía consultársela, incluso, mediante la realización de plebiscitos cotidianos (hoy reemplazados por las redes). Y no deja de ser irónico que cuando la izquierda se ha hecho del poder, ese estilo de hacer política parlamentaria sea el que predomina, como si por debajo del triunfo del PC y el FA hubiera, después de todo, un triunfo casi cultural de esa forma liviana de concebir la vida colectiva.