El amor a la patria es real y necesario, pues estamos unidos a los demás por vínculos permanentes y profundos. Nos unen con nuestros compatriotas lazos de origen, una historia forjada por los esfuerzos y penurias de nuestros antepasados, valores y tradiciones que nos dan identidad y, muy especialmente, un destino común que tenemos que edificar juntos. Bien lo dijo el Padre Hurtado en 1948: "Una Nación, más que su tierra, sus cordilleras, sus mares, más que su lengua, o sus tradiciones, es una misión que cumplir". La misión es caminar juntos, buscando el bien de todos, especialmente el de los más postergados.
Como en todo amor, no bastan las declaraciones, hay que llegar a las obras, y hay acciones que contradicen cualquier amor al país. Parafraseando aquella palabra bíblica: "quien dice amar a Dios, pero odia a su hermano, es un mentiroso" (1 Jn 4, 20), tenemos que afirmar con fuerza que quien dice amar a su país, pero es violento y hace daño a otros ciudadanos, es un mentiroso; y quien daña el medio ambiente, quien evade impuestos tramposamente, quien incumple leyes fundamentales para el bien común, etc., es un mentiroso, por más que con sus palabras y celebraciones pretenda decir que ama a su país. Porque el amor a la patria no es una abstracción imaginaria o una declaración sin compromisos, sino un amor concreto a las personas y pueblos que formamos este querido país, para quienes queremos paz y bien.
No es secundario, sin embargo, el amor y respeto a ciertos signos que nos unen, a determinadas tradiciones, instituciones, lenguas y otras realidades que nos ayudan a darle una configuración al amor patrio. Es verdad que los símbolos se pueden manipular o son insuficientes por sí solos, como es insuficiente que un enamorado pretenda reducir todo el amor a su pareja en un ramo de rosas. Pero allí están los símbolos y tradiciones: la bandera, el folklore, el himno nacional, las tradiciones religiosas, etc., para ayudarnos a sentir que estamos unidos por una misma historia y un común destino. Por eso los símbolos patrios no se pueden menospreciar u olvidar.
Hay dos excesos a evitar. Uno es el nacionalismo, que nos lleva a ensalzar inadecuadamente el propio país en desmedro de otros, y que tantas veces se traduce en xenofobias, racismos y otras actitudes hostiles. El otro es la indiferencia o descompromiso con la propia tierra, bajo el pretexto de que somos "ciudadanos del mundo". Es verdad que estamos unidos a todos los pueblos, para construir con ellos un sueño de fraternidad universal, pero eso no es pretexto para desentenderse de las propias raíces. A algunos les gusta disfrutar de los beneficios del mundo global: pasear como turistas, invertir en el extranjero, vivir fuera del país, sin enraizarse tampoco en ninguna otra cultura. Vivir sin raíces, centrados solo en los propios intereses, es vivir finalmente sin amor a los demás.