Dios es Amor y Comunión
Siempre que hablamos de Dios, nuestras palabras quedan cortas y son limitadas para referirnos al Misterio supremo de nuestra vida. Pero los cristianos hablamos de Dios sobre todo a partir de lo que nos ha revelado Jesús, de lo que él nos dijo y nos mostró. ¿Y qué nos ha revelado? Que Dios es un Padre bueno y misericordioso, que nos ama entrañablemente y en quien podemos confiar; que Él es el Hijo a quien el Padre envió para salvarnos y darnos Vida en abundancia; y que juntos, Padre e Hijo, han enviado al Espíritu Santo hasta hacer morada en nuestros corazones (cf. Jun 14, 23). Las tres Personas divinas viven unidas en el Amor, que ofrecen incondicionalmente a la humanidad. Es el Misterio de Dios Uno y Trino, que hoy celebramos en la solemnidad de la Santísima Trinidad.
Esto no es una teoría, sino una experiencia que nos acompaña cada día en nuestra fe cristiana. Somos bautizados en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo; nos reunimos y persignamos en ese nombre; vivimos los sacramentos y toda nuestra vida inmersos en esa realidad trinitaria. En esta experiencia, el creyente tiene dos vivencias que no son contradictorias, que se dan a la vez. Por un lado, nos relacionamos con un único Dios, no con tres dioses; dialogamos, nos confiamos a Aquel que es principio único, Misterio profundo, Señor del cielo y de la tierra. Por otro lado, entramos en relación con cada una de las Personas divinas, le atribuimos a cada una de ellas diversas experiencias vitales: el Padre nos ha creado, el Hijo nos ha salvado, el Espíritu nos santifica, pero siempre comprendiéndolas en una comunión de amor, unidas en una sola substancia. Usando el lenguaje clásico de la doctrina trinitaria: tres Personas relacionadas en el amor, que tienen juntas la misma y una única naturaleza, compenetradas recíprocamente. Como lo dice Jesús: "El Padre y yo somos uno" (Jn 10, 30), "El que me ha visto a mí ha visto al Padre" (Jn 14, 9).
Todo esto que decimos de Dios, Él no se lo reserva para sí mismo, pues no vive encerrado en su existencia intratrinitaria, sino que sale al encuentro del hombre para comunicar su amor. Dios es amor y nos hace participar de su amor, y esta es la experiencia más importante de nuestra vida: "Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él" (1 Jn 4, 16). Nosotros, a la vez, tenemos que seguir el mismo dinamismo de Dios: no encerrarnos en el amor recibido, sino comunicarlo y compartirlo con los demás. No somos islas, no podemos vivir de espaldas a los demás. Por eso el rostro más genuino de la Iglesia es su fraternidad y comunión: "tenían una sola alma y un solo corazón" (Hch 4, 32), y su mayor contribución al mundo debe ser ayudar a edificar la comunión, una sociedad donde nos demos cuenta de que la conexión digital no alcanza para unir a la humanidad.
Sergio Pérez de Arce A.,
Obispo de Chillán