¿Qué hay de malo en la ley de usurpaciones que está aún en trámite? No cabe duda que en materia de ocupación ilegal de terrenos, especialmente en el sur, la mejora legal es urgente. El derecho actualmente vigente permite la intervención de la policía pero a condición que el ilícito sea flagrante. El resultado es que la demora en la intervención consolida el ilícito y obliga al propietario de la tierra ocupada a ejercer acciones legales (recurso de protección, acción reivindicatoria, precario, etcétera) que son particularmente enrevesadas.
Y la ocupación entonces se extiende en el tiempo.
Así las cosas, establecer la flagrancia permanente tiene múltiples ventajas: permite la intervención de la fuerza pública sin que, como ocurre hoy, el transcurso del tiempo permita hacerse fuerte a los ocupantes.
¿No cabe entonces sino aplaudir la iniciativa?
Desgraciadamente no porque ella contiene un aspecto peligroso: una semilla que puede causar peores males que los que pretende evitar.
En efecto el proyecto consagra lo que se ha llamado legítima defensa privilegiada: autoriza al dueño del predio ocupado, cumplidas ciertas condiciones, a reunir la fuerza y desalojarlo por sí mismo. Se trata de una regla que puede parecer atractiva en lo inmediato; pero basta pensar un momento para reparar en los peligros que conlleva.
Los peligros son dos y de ahí que sea correcto el veto que ha anunciado el gobierno.
El primero es fácil de identificar . El propietario solicita por sí mismo el desalojo y si es resistido por los ocupantes, se desata la posibilidad de la legítima defensa. Basta pensar lo que ocurriría con agricultores organizados, a disposición de quienes vieran sus predios ocupados para darse cuenta del incremento de la violencia que ello podría significar.
Pero el segundo quizá sea el más alarmante por el significado político que reviste.
Dentro de las justificaciones clásicas del estado (¿por qué financiamos al estado y le prestamos obediencia?) la más obvia es la que señaló Hobbes en el XVII: el estado expulsa la violencia de las relaciones sociales y al monopolizar la fuerza hace posible el derecho y el respeto de las reglas.
Pero si -como ocurre con este proyecto- el estado delega en los ciudadanos el ejercicio de la fuerza y la coacción que hace posibles las reglas, entonces está renunciando a sí mismo, o lo que es peor, confesando que no es capaz de hacer aquello que lo legitima.
De esta manera el estado (y el gobierno) no puede consentir este proyecto de ley, incluso si ha sido aprobado por amplia mayoría, puesto que ello significaría, sin exagerar, que está abdicando de su cualidad más propia, renunciando al monopolio de la fuerza que lo constituye.
Sí, es verdad, los ciudadanos, especialmente todos aquellos que viven con el alma en un hilo temiendo que su propiedad sea ocupada y ellos quedar inermes frente al hecho y frente a los usurpadores, deben sentirse desilusionados con el veto que ha anunciado el gobierno. Sin embargo, nada se resuelve con una regla en la que el estado en vez de cumplir su deber que es el de proteger a los ciudadanos, les entrega a ellos el deber de protegerse a si mismos o, lo que es lo mismo, confiesa que en realidad el estado en esos casos no existe.
En cualquier caso, el veto sería solo parcial y la parte de veras importante de la ley -la consagración de la flagrancia permanente- quedaría incólume. El veto afectaría solo a aquellas reglas que establecen la legítima defensa privilegiada y que al hacerlo, como se ha dicho, abren la puerta a la autotutela, que es el otro nombre que recibe el Far West, el lejano oeste, que se llama así porque estaba tan lejos que el estado no podía llegar.
Pero el Far west es el otro nombre de una guerra larvada, una autorización a que quien tenga la fuerza -sea quien es hoy propietario o quien sea mañana ocupante ilegal- el que imponga las reglas.
Y algo así que llama ley a la mera fuerza, es la ley de la fuerza, es decir algo incompatible con la democracia y el estado de derecho.