El porfiado error del presidente
El presidente comete un error cuando piensa que las críticas a sus declaraciones celebratorias de la prisión de Luis Hermosilla son en defensa de los poderosos:
"No me afectan ni hacen cambiar de opinión -dijo- las críticas de un sector de la élite que cree que a los poderosos no se les puede tocar".
El error en que incurre el presidente es de comprensión. Porque quienes lo criticaron por sus palabras no lo hicieron para defender a la élite (de la que él por supuesto forma también parte) sino para defender a las reglas y los procedimientos legalmente establecidos. Y esas reglas y esos procedimientos disponen que los juicios condenatorios han de efectuarse luego de un largo procedimiento adversarial, con rendición pública de las pruebas. Entonces celebrar la prisión preventiva de alguien con nombre y apellido como si fuera una decisión final, importa, rigurosamente hablando, desconocer las reglas y los procedimientos que ellas establecen. Desconocerlas no en el sentido cognitivo de la expresión (como si no supiera que existieran) sino desconocerlas en el sentido de despreciar o desdeñar lo que ellas establecen (podemos llamar a esto último un sentido moral). Recordar que el juicio aún no se inicia, que Luis Hermosilla o cualquier otro que ha sido formalizado no es por ese hecho culpable, que esto último solo puede ser establecido en un juicio adversarial, y que el presidente no debe intervenir en él, no significa defender a los poderosos, sino que significa defender las reglas.
Es verdad que el presidente tiene derecho a emitir opiniones (pocas veces se ha pronunciado ese lugar común como si fuera una revelación); pero al hacerlo, como ha ocurrido en este caso, ha emitido una opinión errónea que daña el respeto que los ciudadanos deben a las reglas. El problema no es pues emitir una opinión, sino emitir una opinión que desconoce los deberes que su cargo le impone.
La vida social cuando es ordenada descansa en una serie de convenciones mudas (podemos llamarlas buenas costumbres o civilidades) y en otras que la ciudadanía, luego de una amplia deliberación ha convertido en reglas y en procedimientos, procedimientos que una vez seguidos fielmente (como ocurre con el procedimiento penal) arrojan resultados que es deber de todos considerar justos. Cuidar esas buenas maneras y cuidar las reglas es un deber de quien dirige al estado, contener la propia sensibilidad, ejercitar el ascetismo y apagar el propio entusiasmo es una de las servidumbres de quien dirige, para usar la vieja fórmula, la nave del estado.
Es seguro que el presidente entiende todo lo anterior y lo comparte intelectualmente. La pregunta que entonces cabe plantear es la siguiente: si no es la ignorancia acerca de su deber, ni la incomprensión acerca de los deberes mudos de su cargo lo que lo mueve a insistir en ese punto de vista ¿cuál es la razón, cuál el móvil secreto que lo mueve a hacerlo?
Quizá lo que hay detrás de todo esto es la vieja convicción populista, la idea de que hay una minoría malvada, cicatera y tramposa (la élite) y un pueblo abusado y virtuoso (la mayoría) y que, por fin, un miembro de la primera es castigado y el segundo vengado siquiera vicariamente. Hasta ahora esa imagen populista se había usado en la refriega política. Lo grave -lo más grave y peligroso de todo- sería que ahora se la emplee irreflexivamente en cuestiones judiciales porque si ello ocurre o se consienta que ocurra, se habrá desconocido el sentido del derecho que no es el de satisfacer los impulsos ni de la mayoría ni de nadie, sino racionalizarlos, someterlos al ascetismo de la razón. Nunca se insistirá demasiado en esto. El derecho es la búsqueda de asentimiento racional para nuestros intereses o nuestros deseos. Eso es propio de lo humano que se subraya desde Aristóteles a Kant. Los animales desean y de inmediato actúan, los seres humanos desean y antes de actuar se preguntan si eso que desean satisface los criterios para considerarlo correcto. El derecho es la diferencia entre lo animal y lo humano. ¿Se desea castigar a Hermosilla? ¿Poner en prisión a este otro que robó o a aquel que mató? Pues bien el derecho obliga -mediante las reglas y los procedimientos- a buscar asentimiento racional para lograrlo.
Y mientras ello no ocurra el presidente y los funcionarios deben recordar las reglas y guardar silencio.