Nunca ha sido fácil la tarea del profesor de colegio, pero en la actualidad se ha hecho particularmente difícil. Desde arriba, sufre las continuas presiones de la burocracia estatal, que piensa que la calidad de la educación pública y subvencionada mejorará en la medida en que se incrementan las regulaciones. No se dan cuenta esos funcionarios de que un profesor simplemente necesita tiempo para preparar sus clases y corregir bien las pruebas. ¿Cómo va a ayudar a los jóvenes a escribir bien si está agobiado por un sinnúmero de tareas innecesarias? Afortunadamente Gabriela Mistral no tuvo esas presiones burocráticas, porque en vez de escribir sus maravillosas poesías habría tenido que llenar formularios hasta altas horas de la noche.
Hubo épocas en que los organismos ministeriales de educación representaban una gran ayuda para los docentes, pero hoy tanto los directivos como los profesores están maniatados por una red de regulaciones que les impiden hacer bien su trabajo.
Tampoco resulta fácil educar a los alumnos, dado el problema de las pantallas y las dificultades para someterse a ese mínimo de disciplina que exige cualquier tarea relevante que uno quiera proponerse en la vida.
Sin embargo, me parece que la dificultad más grande para los profesores, aquella que les produce mayor dolor y frustración, no viene de arriba (la burocracia) ni de abajo (los estudiantes), sino del lado: de los padres y apoderados.
Me explico. Desde siempre la escuela basaba su éxito en el buen funcionamiento de la relación entre los padres y los profesores. Como los padres eran conscientes de que no podían enseñar todo en la casa, delegaban en la escuela la enseñanza de las matemáticas, la literatura o la historia. Allí había una biblioteca suficientemente provista y unos maestros que eran competentes en sus materias y podían complementar la labor formativa de las familias.
Esto lo sabíamos todos. Si en 3° básico el profesor me ponía un rojo en matemáticas yo estaba seguro de que mis padres iban a apoyar esa decisión. Como consecuencia, yo iba a tener que dedicar horas adicionales a estudiar las multiplicaciones y las divisiones. No se me pasaba por la mente que pudiera haber una discrepancia entre el profesor y mis padres, porque unos y otros tenían la misma tarea: educarme.
Como educar es, en buena medida, poner obstáculos, a mis padres les parecía muy bien que en el colegio se me exigiera, de lo contrario no podría desarrollar mis capacidades.
Por razones muy diversas, esta alianza de siglos se ha roto o, al menos, se encuentra muy debilitada. Hoy muchos padres no confían en los profesores. En vez de refrendar su autoridad la erosionan. Si el niño obtuvo mala nota no se debe a que haya estudiado poco o esté excesivamente atraído por las pantallas, sino a que el profesor ha sido injusto.
Querer al hijo significa hoy cerrar los ojos a sus deficiencias y errores, dejar pasar todo, evitarle cualquier tipo de sufrimiento. Pero esta es una enorme injusticia para con los hijos, pues de este modo no pueden mejorar y fácilmente se transformarán en unos pequeños tiranos, que arman un escándalo cuando no se cumplen sus deseos.
Todo esto es muy curioso: ¿no se dan cuenta esos padres de que cuando desacreditan al profesor están lesionando en las mentes de sus hijos la idea de autoridad, y que eso se volverá inevitablemente contra ellos mismos? Reconocer la autoridad del profesor no significa pensar que es infalible. Simplemente implica establecer una presunción: si el profesor, que es un adulto que también está interesado en el bien del niño, tomó una decisión ingrata es porque hay alguna razón detrás. Si los padres no la advierten, una mínima medida de prudencia exige no desprestigiar al docente y conversar con él sobre el tema en su oportunidad.
Con todo, por alguna razón misteriosa, hay padres que creen que cualquier fracaso del niño es un fracaso de ellos mismos, lo que es una soberana tontería. Unos buenos padres deben saber que para su hijo puede ser bueno obtener una mala nota o repetir de curso si no ha hecho bien las cosas. De otro modo, ¿cómo podrá enmendarse? Los padres de nuestra época están expuestos a la tentación de la demagogia, y hay que recordarles que ella es muy distinta del auténtico cariño por los hijos.