Escribo esta columna desde Bolivia, un país del que los chilenos sabemos muy poco y que en muchos aspectos funciona con una lógica muy distinta de la nuestra. Veamos un par de ejemplos tomados de la zonas quechua y aimara.
Yo estaba en Potosí, una ciudad que hace dos o tres siglos llegó a ser una de las más ricas del mundo. Me recomendaron un lugar para probar las mejores empanadas de la zona. Junto con otro profesor, estuvimos allí a las dos de la tarde: -Se acabaron, señor, me dijo con cara de pena la chola que las vendía. Vuelva mañana más temprano y encontrará.
Al día siguiente llegamos poco antes de la una de la tarde. Era un negocio muy pequeño, con un horno de barro. Quedaban ocho salteñas, esas pequeñas empanadas que uno puede comer en grandes cantidades. Las compramos todas y, mientras comíamos, comenzamos a conversar con esa mujer.
-¿Cuántas empanadas hace cada día?, le preguntamos.
-Cuatrocientas.
-¿Y a qué hora se le acaban?, dijo mi compañero.
-A la una o una y media.
-¿Y por qué no hace más?, insistimos, con una pregunta que a nosotros nos parecía obvia.
-¿Y para qué?, contestó con una sonrisa que nos dejó desarmados.
En esa respuesta había mucha filosofía. Pensé en esos conocidos míos que trabajan a veces hasta las diez de la noche en unas oficinas de grandes cristales y alfombras gruesas. Apenas tienen tiempo para sus familias. Yo no digo que todos debamos vivir como esa indígena, pero ella era capaz de hacerse una pregunta fundamental, cuya respuesta le permitía encontrar el lugar que la actividad productiva desempeñaba en su vida.
Ayer fui con unos amigos a Laja, cerca de La Paz, a ver su iglesia de 1545. En la plaza del pueblo se veían varios grupos de aimaras, muy elegantes. Eran las autoridades de diversas comunidades campesinas. Nos acercamos y comenzamos a conversar. Los hombres vestían traje y sombrero negro, con un poncho muy colorido, rojo oscuro. Del hombro izquierdo, cruzados sobre el pecho, pendían los símbolos de sus cargos, incluido un chicote que indica que el poseedor tiene el poder de castigar.
Son personas poderosas, pero su cargo dura solo un año y luego son reemplazadas. Ellas se encargan de los asuntos de su gente y tienen que dedicar tiempo y dinero para hacerlo, porque nadie les paga por su tarea. Una vez al mes, van a Laja a negociar con la alcaldesa. En este caso, esperaban discutir una mejora de los caminos.
Las mujeres vestían sus anchas polleras, llevaban trenzas y un sombrero. Cuando sonreían, ellas y ellos mostraban el oro de sus dientes, como los campesinos que conocí en mi infancia, en la provincia de Linares.
La conversación tuvo que interrumpirse porque les avisaron que Luciana Condori, la alcaldesa, los esperaba. Cuando se iban, una de las cholas nos preguntó:
-Y ustedes, ¿por qué no usan dientes de oro?
Todos se detuvieron, para oír nuestra respuesta. Era difícil: no podíamos mentirles, pero tampoco era justo ofenderlos, ya que para ellos ese oro destaca la importancia social de quien lo lleva.
-El oro es muy caro, les dije.
Me miraron con cara de sorpresa, pero al menos había conseguido algo valioso: mi respuesta no les había molestado. En todo caso, aunque algunas de nuestras concepciones estéticas difirieran, no me cabía duda de la elegancia de mis interlocutores y su sentido de la dignidad, que calzaba perfectamente con la belleza de la iglesia que acababa de visitar, llena de manifestaciones del barroco mestizo.
En Bolivia coexiste la autoridad estatal con esas formas de organización comunitaria que se remontan al siglo XVI, donde en la práctica se resuelven la mayoría de sus problemas. Ese grupo de personas eran indígenas, aunque también étnica y culturalmente mestizos. Su ropa, el idioma en que conversamos y la fe que practican son inconcebibles sin la influencia española y cristiana; con todo, su identidad es inconfundible, única. Hablan castellano y también aimara. En sus iglesias no faltan el puma, el sol y la luna, divinidades prehispánicas, aunque integrados en el arte cristiano. Recurren al Estado, pero viven fundamentalmente en la comunidad.
No es bueno que los chilenos vivamos como si Bolivia, un país poliédrico, no existiera. Conocer al vecino es mejor que ignorarlo, porque quizá tenga algunas cosas importantes que mostrarnos.